martes, 18 de marzo de 2014

Homilía de D. Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid.

 A la edad de 87 años termina de dejarnos D. José, pastor de nuestra Iglesia de Valladolid; acudiendo a la cita respondió a la última llamada del Señor. Durante nada menos que 27 años presidió con dedicación sacrificada y constante la Diócesis que el Señor le había confiado.

Antes había ejercido el ministerio episcopal en la Diócesis de Tuy-Vigo, desde el año 1969-1975. Sus primeros años de episcopado coincidieron con la situación de Iglesia en plena efervescencia postconciliar y en los comienzos de la transición política en nuestro país. Aquel tiempo exigía claridad para distinguir la palabra de los ruidos, la esperanza de renovación auténtica de otros proyectos en los que a veces se mezclaba el metal precioso con la ganga comprensible en momentos de grandes cambios. Los pastores de la Iglesia de aquellos años son acreedores de nuestra particular gratitud.

La colaboración de D. José en la Conferencia Episcopal  Española, que poco antes había comenzado su andadura, ha sido relevante. Presidió la Comisión Episcopal del Clero y la de Enseñanza y Catequesis; fue durante dos mandatos Vicepresidente de la Conferencia y durante otros dos miembro del Comité Ejecutivo. La identificación profunda con el ministerio episcopal, su apertura a los nuevos tiempos, su capacidad de discernimiento, la lucidez que le otorgaba la oración como diálogo con Dios que le ha caracterizado siempre a D. José, la confianza en los colaboradores, la generosidad sacrificada y valiente, hicieron de D. José un referente importante. En la Casa de las Hermanitas de los Pobres, a las que agradezco su excelente hospitalidad, son testigos de la oración larga y sosegada de D. José. Orando fue también pastor.

La celebración de la Eucaristía de hoy, al tiempo que es súplica confiada a Dios por el eterno descanso de D. José y fortalecimiento de nuestra esperanza, es también expresión de nuestra gratitud por su ministerio, su persona y su vida. Despedimos a un pastor que durante tantos años guió a nuestra Diócesis; y que ha dejado entre nosotros una estela de sencillez, de respeto y de bondad; supo retirarse a la ocultación orante. Su memoria nos hace presente a una persona que pasó haciendo el bien, a un vigilante atento que desde su atalaya ministerial cuidó y protegió la grey. Hizo realidad su apellido “Delicado” con su manera de relacionarse con los demás: Delicadamente, sin producir la mínima molestia. Pasando desapercibido ante los demás, pero despierto ante Dios desde antes del amanecer cada mañana.
 
Estoy convencido de que rehuía hablar de sus posibles molestias y sufrimientos porque no quería ser centro de atención ni producir inquietud en otros. Cuando desde hace algún tiempo su mermada salud emitía signos de una fase de quebranto, escondía lo que podía sus dolencias y limitaciones. Se durmió dulcemente en el Señor; el sueño de la muerte se fundió con el descanso de la noche del día 17 al 18. Hoy la víspera de la fiesta de San José, “hombre justo” (Mt. 1, 19), patrono de la Iglesia, de los seminarios y de la buena muerte, pedimos para nuestro hermano y pastor la acogida en lal familia de los santos del cielo, en los brazos de Dios Padre, en el regazo maternal de Santa María la Virgen. ¡Que nuestra Señora, Madre de esperanza y de misericordia, muestre a D. José, que termina de recorrer la peregrinación de la vida, a Jesús el Fruto bendito de su vientre!


La irradiación apostólica de D. José tuvo en nuestra Diócesis y en el entorno de otras Diócesis hermanas una influencia grande, que me parece justo recordar. En la expansión de la ciudad fueron construidos nuevos templos parroquiales. Hace pocos días hemos celebrado en Villagarcía de Campos el Encuentro XXXIII de Obispos, Vicarios y Arciprestes de la llamada “Iglesia en Castilla”, en que anualmente se reunen representantes de estas Diócesis, pequeñas, con numerosas parroquias, dispersas en un amplio territorio, con un alto envejecimiento. Entre todas han podido asumir orientaciones, uniendo esfuerzos, que cada una por su cuenta con gran dificultad podían emprender. “Iglesia samaritana” fue el lema que condensaba una extraordinaria generosidad de orden pastoral, espiritual y también social. Ha sido una iniciativa de largo alcance que pusieron en marcha quienes entonces ejercían la responsabilidad episcopal, entre los cuales sobresalía D. José, acogiendo perspectivas nuevas, alentando a las personas y unificando esfuerzos.

Hace unos meses hemos celebrado el XXV aniversario de la primera exposición, en Valladolid, de las Edades del Hombre, que produjo una sorpresa admirable por la belleza de las piezas expuestas, por la forma catequética de mostrarlas y por la actualidad del inmenso y precioso patrimonio de Castilla y León, que hemos recibido de los que nos precedieron en la fe y en la piedad. La fe cristiana habla el lenguaje de la belleza y del esplendor, de la cultura del amor sacrificado y solidario, de la esperanza ayer, hoy y siempre.

El Centro Diocesano de Espiritualidad, anejo al Santuario Nacional de la Gran Promesa, es pulmón espiritual de la Diócesis y lugar de encuentro de numerosas realidades pastorales diocesanas y de otros muchos lugares. Aquí vivió el Beato Padre Bernardo de Hoyos y recibió un mensaje destinado a irradiar el amor del Sagrado Corazón de Jesús en quien reverbera la misericordia del Padre Dios. Pues bien, también durante el ministerio episcopal de D. José fue restaurado el antiguo Colegio de San Ambrosio, hoy Centro de Espiritualidad.

Han sido 27 largos años de servicio pastoral, años laboriosos y años fecundos. Yo, en nombre de la Diócesis de Valladolid, ante todos, quiero hacerme eco de la deuda impagable que hemos contraído con nuestro querido D. José. Me alegro, poder romper hoy el recato de D. José a aparecer públicamente, en esta celebración de oración, de agradecimiento y de esperanza; por no hacer sombra a nadie se ocultó obstinadamente. El nunca alardeó de nada; pero hoy resuena nuestra alabanza en esta asamblea cristiana.

 “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (cf. 2 Tim. 2). Esta en la presencia de Jesucristo por la fe, la oración y la actividad apostólica es la raíz  la vida de todo discípulo misionero del Señor, y en esto  ha consistido la existencia de D. José. El sentido de la vida de un cristiano es seguir a Jesús por los senderos apostólicos de Galilea, subir a Jerusalén para entregar la vida y confiar en la victoria definitiva del Señor que se manifiesta en una vida nueva y eterna, bella y feliz.

El Evangelio, que ha sido proclamado (Lc. 12, 35-43), habla del siervo fiel y vigilante, trabajador y solícito; el Señor puso al frente de su familia a D. José para repartir la Palabra, los Sacramentos y la Caridad. Ha sido un administrador prudente y cumplidor. Cada palabra del Evangelio se ha realizado en la vida y el ministerio de D. José. De la hondura de la oración manaba diariamente su actividad apostólica. Ante nosotros se levante el testimonio luminoso de una vida gastada y desgastada por el Señor, por le Evangelio y por las personas. El Señor vino a su encuentro cuando se apagó el pabilo de su lámpara porque se había agotado el aceite. Confiamos que ya ha escuchado de labios del Señor, por quien vivió, trabajó y murió: “Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de su Señor” (cf. Mt. 25,21).

¡Muchas gracias por vuestra presencia y oración!

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