martes, 8 de abril de 2014

Triduo - Cristo de la Cruz a María - Día 1º

              Acabamos de escuchar la Palabra de Dios en esta quinta semana de Cuaresma, semana de Pasión. Y la Palabra, que ilumina la vida de los creyentes, nos ha hablado de salvación.
            El pueblo de Israel itinerante, un pueblo de profundas raíces nómadas, realiza la travesía hacia la tierra de promisión, Canaán, allí tienen puesta su esperanza, la salvación.
            Moisés encabeza y lidera este grupo, se trata de una gran muchedumbre que procede de Egipto, donde este pueblo hebreo fue esclavo y el Señor los liberó. Ya han pasado la etapa de la montaña, donde en el Sinaí han recibido la alianza. Pero como sabemos por propia experiencia es difícil dar gusto a todos por igual. Son muchos, muchas sentencias. En su relación con Dios se pueden percibir distintos niveles de amistad, incluso de fe; hay quienes se fían a “pies juntillas”, los hay que confían por lo que les cuentan, les hay que simplemente siguen la tradición de sus padres y otros que se resisten a creer porque cuando se toca el pesebre o el bolsillo, los valores y las presencias desaparecen.
            En medio de esta situación que describe el libro de los Números, el Señor envía serpientes a este pueblo que aparece como rebelde, ellos han practicado el culto a la serpiente como símbolo de fertilidad, incluso como amuleto de curación. Precisamente la serpiente de bronce alzada sobre un asta (Nm 21, 8) le proporciona al evangelio de Juan un buen símbolo para expresar de una manera plástica la fuerza salvífica y el poder curativo que se difunde sobre todos los creyentes a partir de Cristo alzado en la cruz (Jn 3, 14). Cristo, origen y meta de nuestra pasión, pues nos invita a identificarnos con su Pasión que consiste en estar totalmente volcado hacia el Padre y hacia los hijos; la pasión que Jesús siente por su Padre será lo que le lleve a la Pasión.
            Nosotros también somos pueblo de Dios haciendo el camino hacia la Pascua, como aquellos que nos precedieron en la fe, no vamos solos, nos acompaña el Dios Presencia, aunque en muchas ocasiones parezca ausencia. El mismo San Ignacio de Loyola al contemplar la escena de la cruz le parece como si la divinidad se escondiera. Pero bien sabe él que no, que el Señor está presente en todas las cosas, es su quehacer.

Nuestra mirada ha de estar puesta en el objetivo de este tiempo, en el final del camino: la Pascua, el paso del Señor por nuestra vida. Hacemos el recorrido de la Iniciación cristiana como si fuera por primera vez, porque siempre tenemos la posibilidad de volver a empezar. Precisamente ese es el signo del Bautismo, una vida nueva. Todos nosotros estamos llamados a comenzar de nuevo, estamos llamados a la conversión, cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne, más sensible a las necesidades de los demás.
Para ello tenemos unas señales para hacer bien esta ruta, son muy claras y precisas: ayuno, limosna y oración; es decir, valoro lo que tengo, comparto lo que necesito y todo ello lo contrasto con el Señor.
Todos los creyentes estamos llamados a recorrer este camino. El camino está claro, es el mismo camino que recorrió el Señor, especialmente en el último momento de su vida. Es la hora del “ven y sígueme”. Por ello es oportuna la contemplación y la implicación. Es el tiempo de la identificación con Cristo, doloroso y quebrantado –primero- para después gustarlo resucitado. En este itinerario no convienen los atajos, sino que “más vale rodear que mal pasar”; los pasos son los que son y ni uno solo se debe saltar. La contemplación de la cruz, hoy y siempre, nos llena de esperanza; los méritos no son nuestros sino de nuestro Señor Jesucristo que fue a la cruz para nuestra salvación.
Es tiempo para la contemplación, a la que les invito a lo largo de estos días en la que les voy a dar testimonio alegre del Evangelio, testimonio de la fe.
Queridos hermanos es a esto a lo que estamos llamados, a dar testimonio del Señor. Pero ¿cómo dar testimonio si este no parte del encuentro gozoso y cautivador con Cristo que se ha hecho hombre por ti y por mí, para que más le ames y le sigas? Les hablo del encuentro cordial, de corazón a corazón, en conexión con el corazón de Cristo, especialmente en la escena que nos convoca: “Cristo de la cruz a María”. Ese corazón que parece como si hubiera dejado de palpitar por la hora de su muerte y posterior entierro, pero que no tardará en emerger, en ser resucitado; en volver a ser Él mismo, y a ser reconocido como los discípulos de Emaús, en el partir del pan (cf. Lc 24, 35), es decir, como el pan más bueno bajado del cielo, pues quien lo tome ya no tendrá ni más hambre ni más sed, pues su vida sacia para la vida eterna.
El silencio de nuestras procesiones de Semana Santa de Valladolid nos invita al recogimiento, a la oración, a la piedad, a la soledad, a hacer resurgir la vida interior que llevamos dentro. En el fondo se nos estimula a ponernos en el lugar del otro. Pasemos de ser simples espectadores a ser personajes reales de estos pasos. Esta es mi invitación a que contemplemos esta escena que tenemos aquí delante: Nicodemo, José de Arimatea y Cristo, y María, la Virgen de la Piedad que desde su lugar observa, espera, llora. Ella siempre a la sombra, sabe y siente que vive para el Hijo y por el Hijo; por eso se le pronosticó que “una espada le atravesaría el alma” (Lc 2, 35). Jesús es el Amor crucificado por nuestras rebeldías que ahora desciende y es acogido por los hombres de su tiempo: Nicodemo y José de Arimatea, y tú, hombre y mujer de mi tiempo, ¿le acoges? ¿Preparas para Él un sudario? ¿Te manchas con su sangre? ¿Qué representa este Cristo cuya vida ha sido un continuo descender?
El Cristo que yace es un Cristo que no tiene los brazos caídos sino extendidos, para incluso en esa situación de muerte ser acogido por cada uno de nosotros. Agarra sus manos, aún están calientes. Él sigue confiando en que le des tus manos. Ten la experiencia de todo un Dios muerto, para que sintiendo la ausencia de su vida, puedas convertir las ausencias de tu vida hacia Él en cercanía, oración, amor y servicio.
La Palabra de Dios nos dice que el hombre es imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26), pues ahora, ¿qué hombres y mujeres ves en el rostro mismo de Dios? No hace falta que tengas mucha imaginación, mira a tu alrededor, déjate interpelar por tantas situaciones que nos rodean, que incluso están más cerca de lo que creemos. Mira, ve, pero vuelvo a insistir no seas un simple espectador, métete en la escena, extiende tus manos, entrégalas a aquel o aquella que también está caído en el lecho del dolor y la muerte.

Abramos los ojos, todos los sentidos, para sentir y gustar a Dios en todas las cosas. Acompañemos en estos momentos a María, identifiquémonos con sus actitudes, guardando su experiencia en el interior, llena de dolor, pero profundamente creyente, esperando con inmensa confianza. Imitemos a estos discípulos de segunda hora que tienen a bien acoger el cuerpo de Cristo. Y esperemos así, con nuestra ayuda, el Reino de Dios y su justicia. Así sea.

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